Solo la comida simple y esencial me cura esos hartazgos de oír palabras o de decirlas.
Él con sus recuerdos trae a mis recuerdos, a esos que no tengo ganas a veces de recordar ya que me hacen doler el alma, ya que hacen que el tiempo insondable caiga hasta mis pies. Él trae a mi abuelo y sus comidas, y sus cafés con leche, cosa que jamás pude disfrutar después de que él se fue. A él y sus charlas, esas palabras que no sabia porque me las decía pero que venían justo y en ese instante en el que yo tanto las necesitaba. Tiempo después y antes del final, me confeso que sus largas lecturas matinales y porque no, nocturnas eran a mis escritos o mis cuadernos, esos que una vez llame diarios. No me dio tiempo a enojarme, no me lo dio.
Él con sus recuerdos me hace sentir miedo. Miedo de ese después, de ese saber lamentablemente tarde cuán ricas son sus comidas. Las comidas de mi mamá. Miedo a que no tenga sus galletitas de miel o su tarta de coco o sus postres después de una siesta experimental. Cuando aparece esa tendencia a mentir y ser perfectamente sincera en un mismo instante, cuando me escondo o me muestro mucho, cuando rompo ese cuidado de cuidarme tanto y termino contándole todo a ese desconocido. O cuando tengo ganas de huir, de salir corriendo cuando alguien me hace sentir que me esta conociendo o cuando siento ese vértigo de quedarme. Y no se les vaya a ocurrir decirme que así es la vida y el tiempo. No me lo digan, no lo digan porque mi mamá es eterna y porque ella es mi mamá.
Él con sus recuerdos me hace admitir que adoro a mi viejo, a él que transforma su cariño en comidas, y sus palabras en sabores. Él que solo hace todo de manera casera y que nunca me dejara sentir que hay empanadas como las suyas. Lo adoro a él y sus condimentos.
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